El impulso de lo invisible
(Carta de la Sra. Heindel a los estudiantes de 1 de octubre de 1.929)
en you tube, desde aquí
https://www.youtube.com/watch?v=F-pFmuuyiSs&feature=youtu.be
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“Mas, del fruto del árbol que está en medio del huerto, dijo Dios, no comeréis de él, ni lo tocaréis porque no muráis… Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer y que era agradable a los ojos y codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella… Y dijo Jehová Dios: he aquí que el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, para que no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y viva para siempre, sacarélo del huerto del Edén”. (Génesis, cap. 3º).
Este Jardín del Edén era la Región Etérica, donde el hombre moraba en estado pueril. Poseía un cuerpo físico mas, como era físicamente ciego, no lo veía. Empero, en el mundo etérico estaba despierto y consciente y era capaz de comunicarse con los seres espirituales de aquella región. En aquel entonces el hombre era bisexual y podía procrear un cuerpo sin la colaboración de otra persona. Mas, llegó el tiempo en que fue de imperiosa necesidad de que se constituyera en ser pensador e individualizado, ya que no podría continuar para siempre como un autómata guiado por Dios. Como había sido creado a imagen de Dios, era preciso otorgarle la posibilidad de hacerse como Dios, un ser de toda sabiduría y todo conocimiento. Era necesario, pues, que tuviera un cerebro por el cual habría de actuar.
Precisamente en ese tiempo, los espíritus luciferes, los ángeles caídos del Período Lunar, aparecieron en escena e impartieron al hombre el conocimiento de que podía ser agente libre en vez de un autómata. Los espíritus luciferes hicieron posible que el hombre se constituyera en dios o en bestia. Pero, como ellos no eran dioses, no les fue posible impartir al hombre el amor puro y espiritual. Como eran ángeles caídos, únicamente pudieron conferirle los más bajos deseos, los que le han acarreado
infortunio, sufrimiento y muerte, aunque también le han otorgado la energía dinámica y lo han despertado a la actividad mental. No podían, sin embargo, impartir las verdades espirituales superiores, las que vienen al hombre únicamente a través del verdadero Portador de la Luz, Cristo, el evolucionado más alto de la Humanidad del Período Solar.
Este gran Ser siembra el amor espiritual del Padre en el pecho del hombre y así nos lo dice San Juan (6:51): “Yo soy el pan viviente que descendió del cielo; el hombre que coma de este pan, vivirá para siempre”.
Los espíritus luciferes son llamados portadores de luz porque trajeron al hombre el conocimiento de que podía procrear un cuerpo físico a voluntad. Aun que este cuerpo habría de morir, siempre el hombre poseía el conocimiento para procrear uno nuevo. Este conocimiento lo hacía un creador en pequeña escala, mas el precio que pagó por ello fue la pérdida del vivir conscientemente en el mundo espiritual, que era su verdadero hogar. Ese mundo ya no era real para él. Se había trocado en tan sólo un sueño. La posición en que entonces estaba era semejante a la del joven que, por obrar mal, se aparte de la casa d su padre para hacer su propia fortuna. Tal joven es sumamente desgraciado por algún tiempo y no sabe qué hacer. Mas, después de muchos fracasos y grandes sufrimientos, aprende por fin a ser fuerte e independiente. En el tiempo comprendido desde que es niño hasta que se hace hombre, la propensión hacia el bien, los preceptos impartidos por los padres y los ideales de la vida de hogar, permanecen con él y lo impulsan a buscar el éxito.
Así ocurre con el hombre en general: existe dentro de él un misterioso y mal comprendido impulso, un algo sutil que perennemente lo inclina a que siga adelante, siempre obligándolo a que haga esto o aquello. Un amigo de quien escribe solía decir: “Algo me obligó a que lo hiciera; mas algo me dijo, me amonestó para que no lo hiciera”. Cuando se le preguntaba qué era ese algo, si era guía, amonestación o impulso,
respondía: “no lo sé; sólo sé que viene del interior”. De igual manera, el hombre siente y responde a un impulso interior misterioso y potente.
Encontramos un impulso semejante obrando en todas las oleadas de vida inferiores. Cada una de ellas, en su propia etapa de evolución, siente y responde a una
fuerza desconocida que la impulsa adelante para alcanzar la perfección a su propia manera. Usemos la oruga como ilustración: apenas emerge del huevo, dedica todo el día y toda la noche a comer. Come y come hasta que alcanza el tamaño máximo. Luego, se
la ve inquieta. El impulso instintivo del insecto lo impele a buscar la parte inferior de la ramita o la hoja y allí se cuelga, adherida a la hoja por medio de una sustancia pegajosa que fabrica dentro de sí misma. Después de un tiempo, la parte inferior del cuerpo se agranda y empieza a comportarse como si estuviera sufriendo dolor, moviéndose y retorciéndose. Pronto se le abre el dorso y la vieja piel se desprende, dejando la crisálida. Día tras día, el color de la crisálida cambia. Tras un período de tiempo que varía desde unas cuantas semanas hasta varios meses, dependiendo de la especie, la funda se rompe y una bella mariposa emerge. Todas estas transmutaciones se efectúan por virtud de un impulso interior.
La abeja y la hormiga trabajan infatigablemente durante sus cortas vidas, buscando alcanzar la perfección de su especie. Y la abeja y la hormiga que rehusan trabajar, son arrojadas del panal u hormiguero y, si se empeñan en volver, las matan.
La pequeña semilla depositada en la tierra permanece durmiente por algún tiempo, abasteciéndose de fuerza de la madre Tierra, hasta que la lluvia la llama a que
brote y así responda al instinto o impulso de expresarse en su propia y especial manera. Y, tanto si resulta una vid que se arrastra y abraza la tierra, un árbol que crece a gran altura o un rosal que se expresa en bellos capullos, responde en cada caso al impulso misterioso de vivir. Y la semilla que no puede romper su cáscara, se desintegra y vuelve al reino mineral. Vemos así como cada especie responde al impulso de vivir, de extenderse y de alcanzar la perfección y que, cuando en cualquier individuo de la especie falta ese impulso, se desintegra y sirve de alimento a los demás miembros del reino vegetal.
Sabemos que el zángano, en la vida de las abejas, es arrojado de la colmena. Pues el mismo método se emplea en el reino humano: los seres humanos que no responden al impulso espiritual, se quedan finalmente atrás como rezagados. La vida es
una gran escuela y a los hombres se les clasifica como a los alumnos. Cada individuo se encuentra precisamente donde él mismo se ha colocado por su propio esfuerzo. Y, si no
ha podido ir al paso de los de su clase en la evolución, y éstos han seguido adelante dejándolo atrás, no puede culpar de ello a Dios. Todos los Espíritus Virginales de la
oleada de vida humana han tenido las mismas oportunidades, ya que todos iguales salieron de Dios. Por eso, cuando contemplamos el género humano nos entristece ver a tantos rezagados. Los más inferiores de éstos son los antropoides, que ya se quedaron
atrás en las evoluciones de los períodos de Saturno y Solar. No respondieron al impulso interior y fueron, por tanto, arrojados de su clase de espíritus. Pero habían tenido las mismas oportunidades y recibido tantas bendiciones como sus espíritus hermanos, que ahora constituimos la humanidad.
Luego, llaman nuestra atención los mongoles y los africanos.. Éstos quedaron rezagados de la oleada de vida humana en el Período Lunar. Las razas a las que pertenecen los pueblos occidentales son las más adelantadas, pues han sobrepasado el nadir de la involución, la parte más oscura y más material de la existencia. Bien entendido que hablamos de la evolución de los cuerpos, ya que los espíritus virginales inmortales que todos somos, son todos iguales.
Los órganos del cuerpo físico han alcanzado ahora un gran desarrollo, pero es preciso lograr aún mayor perfección. El Ego debe perfeccionar el dominio de sus vehículos y empezar a eterizarlos. En el pasado, el hombre fue guiado por seres superiores, que le ayudaron a construir sus cuerpos, pero ahora, en ese aspecto, debe empezar a depender de sí mismo y ya no puede depender enteramente del auxilio y protección de los más elevados. Y, a medida que aumenten sus conocimientos, será, por virtud de su serenidad, su ecuanimidad, su fuerza de voluntad y su liberación del temor, capaz de protegerse a sí mismo, así como de constituirse en ayuda, protección y amparo de los demás. Un hombre así, logrará con el tiempo eterizar, como consecuencia de su fuerza interior y su pureza innata, las células de su cuerpo físico a tal grado que, paulatinamente, se eliminarán sus más groseras sustancias constitutivas. Entonces el hombre necesitará menos cantidad de alimento, puesto que lo absorberá de los éteres.
El hombre que desee saber, precisamente, cuánto ha adelantado en el sendero espiritual, puede hacer juicio de ello basándose en sus apetitos y deseos. Si sus deseos son puros y su apetito por la comida es ligero, puede entonces sentirse complacido. Con el tiempo alcanzará la etapa en su progreso en la que los vegetales más sencillos le satisfarán y sentirá entonces una natural aversión por los alimentos cárnicos. Ningún
alimento que provenga de animal le dará satisfacción. Además, buscará el silencio. Un hombre así es ecuánime, pacífico, imperturbable y pronto para servir donde se le necesite. Un alma adelantada tal está siempre dispuesta a comportarse en su trato para con otros con un espíritu de amor y tolerancia.
El gran poeta Longfellow escribió:
“Laboremos, pues, por una quietud interior.
Una quietud interior y una interior curación.
Ese perfecto silencio, en que los labios y el corazón
callan, y ya no nos permitimos
pensamientos imperfectos y vanas opiniones
y sólo Dios habla en nosotros, y esperamos
con sencillez de corazón, alcanzar a conocer
Su voluntad y, en el silencio de nuestros espíritus,
poner en práctica únicamente esa voluntad”
de Boletín Rosacruz , Nº 34
Año 2000 Primer trimestre (Enero-Marzo) Fraternidad Rosacruz Max Heindel - Madrid
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